
Una vez escuché a un comediante judío decir que el cristianismo es el judaísmo al que le han quitado el sentido de la estética y del humor. Y tiene razón. Más o menos es lo que, extrapolando, yo opino de los monoteísmos: que acaban por quitarle a la vida lo más hermoso y poético que tiene o por mostrar una imagen borrosa de lo que por naturaleza debería verse nítido. Me refiero principalmente a la negación de la muerte –no es novedad para los que me conocen que estoy muy seguro de que la vida tiene un fin y ese fin es real, es decir, que todos nos morimos y ya, nada de espíritus, vidas pasadas o futuras ni cosas que para mí son magufas.
Imagino una buena novela que nunca acaba o un almuerzo que se convierte en cena, desayuno, regresa a almuerzo, y así ad nauseam. Algo así es entender la vida sin una muerte. Parte de la belleza de la vida es que es única, irrepetible, cercana, natural y perfecta a su manera. Y es también grande, dramática, irreversible, plena. Siempre he sentido que mi gozo por la vida ha sido profundo e intenso, pero se ha vuelto mucho más entrañable desde una mañana en la que después de mucha reflexión, a cada célula de mi cuerpo pude reconocerla como humanista.
Ahora es cuando es necesario que aclare que la mayor parte de ateos que he conocido no parecen haber llegado a tal grado de disfrute. Muchos de ellos son combativos y activistas, en cierta forma muy sensibles a la discriminación y a la irracionalidad, y quizás no han llegado a profundizar en su racionalismo de manera íntima. Son ateos por oposición, por negación a los dioses, y en menor grado por afirmación de la vida, de la individualidad y la libertad.
Por mi trabajo tengo que visitar hospitales constantemente y veo escenas que son bastante duras. Son simplemente escenas, sin ninguna trama ni discurso. Estas se dan casi siempre en las calles, cerca de las puertas llenas de pacientes, y son protagonizadas, según imagino, por familiares cercanos de los que están adentro o por ellos mismos. Una mujer que acaba de recibir unos resultados llora y trata de evitar que el maquillaje corrido le deje una zanja en la mejilla; un padre tratando de consolar a su hija tras la muerte de alguien que aparentemente acaba de llegar al hospital; un hombre joven mal afeitado intentando acostumbrarse a una silla de ruedas que probablemente, por su expresión de descreimiento, utilizará indefinidamente.
Trato de imaginar qué habrá detrás de todas esas caras que se me quedan días en la memoria e invento historias y nombres, madres que murieron, enfermedades fulminantes, familias que se descalabran. Y todo eso, por más que es inventado tiene algo de real y algo de posible y noto que no estoy pensando en literatura sino en esas caras, en gente de verdad. Intuyo así qué tan profundo era el sufrimiento de la lágrima que corría ese maquillaje.
Uno de esos rostros me ha hecho escribir este texto, y no era más que un tipo de unos sesenta años con una barba extraña. Su cara me resultó familiar, pero en el momento no caí en la cuenta de que se parecía enormemente a Isaac Asimov. Nada de dramas ni de muertes en su historia imaginada por mí, simplemente antes de darme cuenta de por qué me resulta familiar, veo cómo con un paso muy lento el hombre cruza la avenida, espera un momento en la esquina y sube a un taxi. El taxi no se mueve por un minuto y yo recuerdo haber leído en algún lugar que Asimov dijo algo como esto:
“No creo en la vida después de la muerte, de modo que no tengo que gastar mi vida temiendo al infierno, o temiendo aún más al paraíso. Pues cualesquiera fueran las torturas del infierno, pienso que el aburrimiento del paraíso sería aún peor”.
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