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lunes, 9 de junio de 2014

Las causas del movimiento y el primer motor

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1 La teoría de las cuatro causas  

Aristóteles atribuye una gran importancia al hecho de haber sido el prime­ro en distinguir entre cuatro clases de causas o principios: la causa mate­rial, la formal, la eficiente y la final. Describámoslas con el conocidísimo ejemplo que propone el filósofo:



1)  La causa material de la existencia de la estatua de bronce es el bronce mismo, en el sentido ya antes apuntado de que en él se encuentra, co­mo potencia pasiva, la capacidad para ser convertido en una escultura.

2)  La causa formal de la estatua es justamente el eidos o la forma en vir­tud de la cual el escultor transforma el bloque de metal en una figura.

3)  La causa eficiente es aquello que puede incidir en la materia para «rea­lizar» en ella las exigencias de la forma, el cincel o el martillo con el cual el escultor moldea su obra.

4)  La causa final de la existencia de la estatua es el propósito o la finalidad para la cual se ha decidido erigir la estatua.

Ahora bien, si no consideramos ya este o aquel cambio que se dan en la naturaleza, este o aquel movimiento que tienen lugar en el ámbito «sub­lunar» o en el celeste, sino el movimiento y el cambio «en su conjunto», toda vez que podamos haber establecido cuáles son las causas materiales (los cuatro elementos y la tendencia correspondiente al lugar natural), for­males (aquello en lo que consiste para cada cosa ser lo que es) y eficientes (los cinceles y martillos que producen los cambios), ¿puede señalarse al movimiento una causa final?

Esta es, para Aristóteles, una cuestión que la física obliga a plantear, pero que no puede contestar, puesto que, por así decirlo, excede su jurisdicción.

2 El primer motor inmóvil

Aristóteles formula el principio de causalidad («Todo principio tiene una causa») y nos recuerda que no es posible una regresión indefinida

f desde los móviles a sus motores, pues si la regresión fuera en verdad in­definida (A es movido por B, B es movido por C, C es movido por D, etcétera), entonces nunca habría un primer motor y, por tanto, no ha­bría llegado a haber movimiento. Y el hecho de que hay movimiento es una evidencia que no puede ponerse en cuestión. Por tanto, tiene que haber un primer motor origen del movimiento.

Ahora bien, para ser verdaderamente primero, este primer motor ha de ser inmóvil (es decir, permanencia sin cambio), pues si se moviese necesitaría a su vez un motor anterior, y volvería a comenzar la regresión.
Puesto que todo lo que tiene potencia (de cambiar, de moverse) está de hecho sometido al cambio, ese primer motor inmóvil tiene, además, que ser actualidad pura, sin potencias. Es decir, el primer motor inmóvil, tie­ne que ser plena y enteramente lo que es, sin que quepa que pueda trans­formarse en otra cosa ni pueda tender a ello; tiene que estar en plena pose­sión de su ser y responder adecuadamente al significado de «sustancia» (ousía, 'presencia plena').

Y como la base de la que se sigue que los seres físicos tengan potencia (es decir, que no sean únicamente lo que son en acto, sino lo que pueden lle­gar a ser al cambiar) es la materia que constituye uno de sus principios, el motor inmóvil y plenamente actual tiene que ser forma pura sin materia.

Y a esto es a lo que Aristóteles llama «Dios».

Notemos de paso que el «Dios» aristotélico no es creador del mundo, no
conoce el mundo (ni el movimiento) y mucho menos «se preocupa» por él. Solo puede realizar aquella actividad para la que no es precisa la mate­ria; a saber, el pensamiento, y su único objeto de pensamiento es el pensa­miento mismo: pensamiento que piensa en el pensamiento.

Al delimitar de este modo el ámbito de la teología, Aristóteles señala que el primer motor es la causa final del movimiento, que mueve todo lo que se mueve sin moverse él mismo «como el amado mueve al amante»; es de­cir, como un objeto de deseo (todo movimiento aspira al reposo).

Bien es verdad que ese reposo de plenitud que representa el dios aristotéli­co no le es dado alcanzarlo a ninguna criatura física, puesto que el movi­miento de la physis no puede tener fin. Pero los seres físicos se mueven, cambian, se esfuerzan para alcanzar algo equivalente a ese reposo perma­nente de la divinidad que posee plenamente su ser.

Esta es la razón de que, en el caso del hombre, la felicidad -que solo pue­de lograrse, si se logra, pocas veces en la vida y durante poco tiempo cada vez— sea para Aristóteles la vida contemplativa; es decir, la actividad teóri­ca, que es el sustituto terrestre de la beatitud divina.

En un sentido filosóficamente más relevante, digamos que la teología es, para los mortales, imposible; la ontología (la ciencia del ser en lo que tiene de actual, de estable, de cognoscible) es el sustituto, siempre en trance de construcción y reconstrucción, de una ciencia imposible para quienes ha­bitan el mundo.
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Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía, Madrid, Anaya, 2009

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