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domingo, 13 de marzo de 2011
El credo falsificado y el mito del Jesús Histórico ( Libro )
Fragmento de "El credo falsificado de Karl Deschner, libro especialmente recomendado por Foro Ateo.
¿Existió Jesús?
El cristianismo (por mucho que originariamente se opusiera a seguir el curso de la historia) es objeto de la ciencia histórica, por tanto lo es la discutida persona de Jesús, como parte integrante de su mitología, lo mismo que Adán, Zeus, Apolo u otros; ni más ni menos.
El teólogo Friedrich Pzillas
Con frecuencia los apologistas responden a la pregunta de si Jesús existió realmente con otra pregunta: ¿Existió Napoleón?; y se muestran increíblemente perspicaces y contundentes. ¡Como si alguien hubiera puesto en duda alguna vez la existencia histórica de Napoleón! “Pues no hay ninguna vida –así se afirma incluso con imprimátur1 en la segunda mitad del siglo XX- de toda aquella época que haya sido tan clara y seriamente testificada como la vida y obra de Jesús. Existen informes sobre Cristo, por ejemplo, de Tácito, de Plinio, de Suetonio. Existen además testimonios judíos de Flavio Josefo, Justino y en el Talmud.” Pero ya en la misma página se puede leer que es comprensible que “los paganos no hicieran mucho hincapié en Cristo.” Y que “los judíos hicieran todo lo posible por no hablar de él.” De cualquier manera existen “muchos testimonios sobre Cristo fiables, de modo que resulta insostenible el tachar a Cristo de mito o fábula y negarle su personalidad histórica.”
Otro apologista hecha en falta una “anotación oficial de Jesucristo en el registro.” Aun cuando, comenta, de haber existido tal como hoy lo entendemos, hubiera sido muy difícil que hubiera llegado hasta nuestros días. “Basta con que pensemos en la cantidad de gente, de huidos y perseguidos por las bombas, que en nuestros días han perdido su documentación sin volverla a encontrar ya nunca más...” Claro está, este apologista de la única verdad salvífica conoce también “testimonios” paganos, judíos y, naturalmente, cristianos. Y también él tiene que reconocer finalmente que: “Los escritores de la época de Jesús dicen muy poco de él, pero que es explicable porque los judíos no le mencionan por odio, y los romanos por orgullo.”
¿Qué ocurre con la historicidad de Jesús?
Que es posible que haya existido, quizá es hasta más probable que lo contrario; pero la probabilidad de que no haya existido no está descartada. Quien, por principio, da por demostrada la historicidad de Jesús lo mínimo que se puede decir de él es que no es leal, y quizá un tramposo. No existe una prueba segura, al menos
hoy día no es aducible. Y si no aparecen en el futuro nuevas y decisivas fuentes va a seguir permaneciendo el asunto en una nebulosa. Claro está, tampoco la no existencia está demostrada. A comienzos de siglo no se debate, pero en modo alguno está solventada la cuestión. Algunos argumentos de quienes niegan la historicidad de Jesús han ido perdiendo fuerza, otros han cobrado vigor.
Es patente y manifiesto el silencio en la historiografía de su tiempo. El mundo no cristiano del primer siglo –el siglo de Jesús- ignoró a Jesús. ¡Ningún historiador habló de él, ni en Grecia, ni en Roma ni en Palestina!
Suetonio, que escribió en la primera mitad del siglo II, conoce a Jesús tan poco como su amigo Plinio el Joven; o más llamativo aún, el judío Justo de Tiberiades, contemporáneo y compatriota de Jesús, y que vivía en Tiberiades, no lejos de Cafarnaún –donde Jesús actuó con frecuencia- no le menciona en su importante obra Historia de los reyes judíos, que va desde Moisés hasta Herodes Agripa II, es decir, hasta el nacimiento del Evangelio de Juan. Este increíble silencio, por cierto muy elocuente, lo explican los apologistas diciendo que la transmisión de la obra es fragmentaria, extraviada como unum, como conjunto hace tiempo -quizá una desaparición no del todo casual-. ¡Vaya usted a saber lo que se decía allí sobre Jesús! Puede ser, pero ¿por qué se extrañaba tanto un hombre sabio y erudito del siglo IX (un hombre nada sospechoso, como Focio, el patriarca de Constantinopla, que, por lo visto, entre sus 12.000 volúmenes en su haber se hallaba un ejemplar de la Historia de los reyes judíos de Justo, tal como se dice en un libro suyo) de que este preciso relator de Galilea no mencionara a Jesús, el más grande de todos los galileos?
Tampoco dice nada de él Filón de Alejandría, sabio que sobrevivió en 20 años a Jesús. Y llama la atención porque Filón era un excelente conocedor del judaísmo, de sus sagradas escrituras y de las sectas, e informa también de los esenios y de Pilatos.
Y precisamente ese silencio de los historiadores judíos resulta insoportable a los cristianos. Y, por eso, uno de ellos introdujo de contrabando en el siglo III una breve mención de Jesús en la obra Las antigüedades judías de Flavio Josefo, escrita hacia el 93. En ella se denomina a Jesús “un hombre sabio –si de verdad se le puede llamar hombre”, “un maestro de los hombres que aman la verdad”, “el Cristo.” ¡No deja de ser curioso que el ateo judío Josefo dé testimonio no solo de los milagros de Jesús sino también de su resurrección y del cumplimiento de las profecías!
Lo cierto es que ninguno de los antiguos padres de la Iglesia hace mención de esta supuesta cita de Josefo que, de haberla conocido, la hubieran citado de mil amores en su lucha contra los judíos: ni Justino hacia el 150, ni Tertuliano en el 200 ni, tampoco, Cipriano hacia el 250. El escritor de la Iglesia Orígenes dice repetidamente que Josefo no es cristiano. ¡Todavía en el siglo XVII el teólogo holandés Gerhard Johann Vossius poseía un manuscrito del texto de Josefo en el que no se decía ni palabra de Jesús!” Apenas si cabe duda, en general todos admiten que el sospechoso testimonio flaviano es una falsificación cristiana.
Como única fuente histórica extra-cristiana sobre Jesús quedaría una breve referencia en los Anales de Tácito a un “Cristo, que bajo el emperador Tiberio fue muerto por el prefecto Poncio Pilato.” Pero su informe data de casi un siglo después de la supuesta muerte de Jesús, y además se basa únicamente en los rumores que circulaban en el siglo II. Este pasaje huele a falsificación ya que, tras diez siglos de silencio, aparece en un único manuscrito del siglo XI. Pero aun cuando este testimonio de Tácito –que, como ya hemos indicado, es sumamente dudoso- fuera auténtico, en el estado actual de las cosas tendría poco valor probatorio, de modo que estamos abocados a los documentos cristianos, algo que, dicho sea de paso, también lo admite y reconoce el teólogo católico Guardini cuando dice que: “El Nuevo Testamento constituye la única fuente, que da información de Jesús.”
Pero aquí nos topamos, de nuevo, con una nueva sorpresa, puesto que Pablo, el testimonio más antiguo del Nuevo Testamento, apenas dice nada sobre la vida de Jesús. Y es que no son los Evangelios sino las cartas de Pablo los escritos más antiguos neotestamentarios. El que algunas de éstas hayan sido falsificadas –las dos a Timoteo y la carta a Tito con toda seguridad, con gran probabilidad también la carta a los efesios, es fácil también la carta a los colosenses y, sobre todo, muy probable la segunda a los tesalonicenses-, el que otras contengan añadidos de mano extraña o sean composiciones de distintas cartas de Pablo, hechas por algún desconocido, aquí no nos importa en demasía; sí en cambio cabe destacar el poco papel que juega en Pablo todo lo histórico de la figura de Jesús. El carácter y los rasgos de su vida le interesan tan poco como su ética. Palabras del Señor, de las que más tarde están saturados los Evangelios, apenas aparecen en Pablo. Se discute si las cita dos, tres o cuatro veces. Pablo evita hasta el nombre de Jesús. En todo el corpus paulinum tan sólo aparece 15 veces el nombre de Jesús, en cambio el título de “el Cristo” se cita nada menos que 378 veces.
“El cristianismo recibió su nombre de Cristo y no de Jesús. No existe, ni se ha dado nunca, un jesuanismo. Jesús tiene una importancia secundaria en lo que conforma lo cristiano en el cristianismo. El hombre, al que bastante después de su muerte se le reconoció como “el Cristo”, pudo perfectamente llamarse de otra manera, pudo habérsele dado arbitrariamente otro nombre.” El mismo Nietzsche se burla de la libertad con la que Pablo “trata el asunto de la persona de Jesús, escamoteándolo: Alguien que ha muerto, a quien se le ha vuelto a ver tras su muerte. Alguien a quien los judíos le entregaron a la muerte... Él fue el causante de este rebaje y futilización de Jesús; así pudo afirmar un importante negador de la historicidad de Jesús, Arthur Drews, por razones comprensibles, que Pablo no sabía nada de Jesús.
Los Evangelios narran muchas más cosas. Pero ¿son fiables?
¿Qué valor histórico encierran los Evangelios?
En ellos en absoluto existe interés histórico
El teólogo Kendrik Grobel
Para el historiador exigente... el tema de los originales resulta deficiente. Lo históricamente seguro y lo legendario se mezclan continuamente. Uno llega pronto a la conclusión de que “de las fuentes que nos proporcionan los Evangelios no es posible deducir al “Jesús primigenio”, al Jesús tal y como realmente fue. El Jesús sólo tiene que ver con el Jesús tal y como lo han visto sus primeros discípulos, con el Cristo tal y como se representó en la fe de su comunidad.
Hans Joachim Schoeps
Sigue siendo cuestionable qué contiene el mensaje de Jesús
El teólogo Ernst Percy
Admitida su existencia, no se conoce que Jesús escribiera nada. Según opinión general, sus oyentes no registraron por escrito ninguna de sus palabras. Las pusieron en circulación oralmente; sólo, como lo explica la crítica moderna de la historia de las formas aplicada a los Evangelios, a su muerte comenzaron a circular piezas sueltas sobre él, pequeñas historias, comparaciones, sentencias, parábolas. El primero que las recogió por escrito fue un tal Juan Marcos, el acompañante del apóstol Pedro. Según la tradición de la primitiva Iglesia Marcos no escuchó a Jesús en persona, sólo escribió de lo que recordaba de habérsele oído a Pedro y, por lo visto, sólo escribió a la muerte de éste. Hacia el 140 informa el testigo más viejo, el obispo Papías de Hierápolis: “Marcos ha registrado con exactitud las palabras y hechos del Señor, que él recordaba como traductor de Pedro, pero sin seguir un orden. Y es que él no escuchó ni acompañó al Señor, aunque, como se ha dicho, sí acompañó más tarde a Pedro, y Marcos ajustaba sus exposiciones a las necesidades, pero no de manera que hiciera una exposición continuada y coherente de las enseñanzas del Señor. De ahí que no pueda imputar a Marcos que anotara lo que recordaba.”
“Lo que recordaba”, tras esto se esconden varias cuestiones. Y es que, como no existía una historia oral coherente de la supuesta actuación de Jesús, Marcos no sólo reunió las narraciones existentes en circulación, recogiéndolas, escribiéndolas tal y como las encontraba, sino que creó y elaboró también el marco mismo de la historia evangélica. La mayor de las veces no se sabía con qué ocasión se dijeron aquellas palabras –caso de que se dijeran alguna vez-. Como es natural el cuándo era lo que menos interesaba. Pero, a veces, tampoco se sabía el dónde, y mucho menos la secuencia, el orden, y no digamos nada la palabra exacta. De ahí que Marcos agrupara, añadiera o puliera el material a su criterio. Él rellenó las lagunas y huecos entre los diferentes elementos de la tradición mediante anotaciones, describiendo situaciones inventadas, añadidos propios; y, con ello, suscita la apariencia de una topografía estable y el aspecto de una narración con coherencia cronológica, pero, sobre todo, presenta el material bajo un determinado prisma. La definición de Nietzsche del cristianismo como el arte de una mentira sagrada se verifica a través del primer y más antiguo evangelista.
No sólo en la antigüedad, también en el cristianismo se permitió, desde el inicio, la mentira piadosa. “Esta religión”, escribe Wyneken, “que quería llevar a los pueblos la verdad, operó en una dimensión sin parangón con la mentira y el engaño. Y este reconocimiento se lo debemos a sus propios sabios, para ellos una tercera parte de los escritos del Nuevo Testamento son falsificaciones, es decir, escritos que se imputan injustamente a apóstoles como sus autores, lo que aparentemente no perjudica a su carácter de “palabra de Dios.” Y, desde ese momento, ya nunca más se interrumpe en la literatura cristiana la cadena de intentos de falsificación. Como disculpa de esta mentira piadosa se aduce que estos escritores no hacían sino seguir una costumbre de la antigüedad. Pero en el caso de que así fuera: ¿Es ésta una disculpa suficiente? Siempre seguimos oyendo que el cristianismo mejora la moral del mundo antiguo, la profundiza y eleva, que trajo al mundo una moral nueva y superior, pero, por lo visto, esa mejora no se dio en el amor por la verdad.
Tras reconocer Pablo que lo que a él le importa es anunciar a Cristo “con buena o mala fe”, uno de los cristianos más prestigiosos, Orígenes, aboga claramente por la mentira y el engaño como “medio de salvación”. Y el doctor de la Iglesia -máxima distinción para los católicos, de hecho de los más de 260 Papas sólo dos son doctores-, y patrono de los predicadores, Juan Crisóstomo, difundió la necesidad de la mentira si es para conseguir la salvación del alma, apoyándose en ejemplos del Antiguo y Nuevo Testamento.
De ahí que antiguos cristianos falsificaran un intercambio epistolar entre Jesús y el rey Abgar Ukkama de Edesa y una carta de Pilatos al emperador Tiberio; la misma Iglesia atribuyó injustamente Evangelios a los apóstoles Mateo y Juan. Incluso se falsificó un Evangelio, para protegerlo y potenciarlo con la autoridad de los apóstoles, atribuyéndolo a los doce. Se falsificaron dos cartas del Nuevo Testamento a nombre de los apóstoles Santiago y Juan, se falsificaron cartas, como ya se ha dicho, a nombre de Pablo; es decir, el libro santo, la Biblia, está repleto de documentos falsos. “Las falsificaciones”, escribe el teólogo Carl Schneider en su monumental Historia del pensamiento del cristianismo antiguo “comienzan en la época neotestamentaria y todavía no han concluido.”
El jesuita Brors sostiene (con permiso de la autoridad eclesial): “En la Sagrada Escritura no se contiene ningún error, porque Dios no puede equivocarse.” Y el jesuita Linden explica (también con imprimátur) que los cuatro Evangelios “como todos los restantes libros de la Sagrada Escritura se han escrito bajo inspiración del Espíritu Santo y, por tanto, no contienen nada más que la palabra infalible de Dios... Si hay algún libro de la época antigua que merece plena fe estos son los Evangelios.” E incluso el concilio Vaticano I decreta que todos los libros de la Sagrada Escritura, con todas sus partes, han sido escritos “bajo inspiración del Espíritu Santo y Dios es el autor.”
Todos los Evangelios, en su origen, fueron transmitidos anónimamente. Sólo más tarde fueron adquiriendo el nombre de los autores, la Iglesia los puso en circulación como obras de apóstoles primigenios y de discípulos de los apóstoles, lo que les confería su autoridad y credibilidad. Pero la realidad es que ninguno proviene de apóstol alguno. Y todavía hoy no sabemos si Lucas es el mismo que el acompañante de Pablo o si Marcos se confunde con el compañero de Pedro. Lo que sí sabemos es que el autor del Evangelio más antiguo, posiblemente escrito entre los años 70 y 80 y en Roma, y llamado Marcos, no fue ningún testigo ocular. También para él vale lo dicho por uno de los exegetas más importantes de nuestros días, el teólogo Martín Dibelius: carece “de toda huella de un recuerdo personal.” Las narraciones cristianas primigenias no contenían “material biográfico alguno digno de tal nombre.”
Y lo mismo vale para los Evangelios de Mateo y Lucas, escritos probablemente una o dos décadas después del de Marcos y, en parte, dependientes de él. Y con más razón cabe decir del último, el cuarto Evangelio, el denominado de Juan, que es totalmente ahistórico.
La teología moderna, históricamente crítica, sostiene unánimemente que “ni de la vida de Jesús, ni de sus estadios, ni de su particularidad anímica, ni de su desarrollo se puede comprobar nada.”
Y los teólogos críticos no sólo renuncian a la exposición evangélica de la vida de Jesús sino también al “marco” de su historia. No solo se da poca importancia y valor a las descripciones de situación, a los datos de lugar y tiempo, a la mayoría de los milagros, que se los considera como añadidos de cosecha propia, sino se considera también secundaria parte de la doctrina transmitida.
Desde D.F. Strauss y F.C. Baur, pasando por Wellhausen, Wrede hasta Bousset, Goguel, Dibelius, Klostermann, Bultmann, Werner, Hirsch... entre otros, la teología crítica considera la doctrina del Jesús histórico como no idéntica con la reproducida por los Evangelios. La investigación libre, no forzada por dogmas, obligaciones y permisos, muestra que la predicación de Jesús -a través de los apóstoles y primeros misioneros hasta llegar a la segunda o tercera generación de cristianos, entre los que se encuentran los evangelistas- sufrió voluntaria o involuntariamente matices y colores que lo modificaron esencialmente.
La teología científica cree que las palabras de Jesús se transmitieron con más cuidado que sus hechos; que palabras y narraciones evangélicas, originariamente orientadas de manera muy distinta, son tratadas poco a poco como puzzles que encajan entre sí; también el judaísmo de esa época transmitió la Halacha -la parte jurídica del Talmud- igual que la Haggada -los materiales legendarios y teológicos ampliamente expuestos y comentados por los estudiosos de las escrituras-. Tampoco las palabras de Jesús fueron intocables, se fueron ampliando, complementando. En muchos casos es fácil demostrar que él no las pudo pronunciar, en otros casos es discutible, hay algunas que se las tiene por verdaderas...
Del estudio de la exégesis crítica se deduce que los Evangelios no son fuentes históricas fiables sino productos de literatura mitológica surgidos del delirio de la fe, escritos misioneros y de propaganda destinados no sólo a fortalecer a los cristianos en su credo sino a ganar nuevos adeptos. Sus autores no habrían tenido el menor interés por la realidad histórica, tal y como la entendemos nosotros. Dicho de otro modo: Los Evangelios son producto de la fantasía de las comunidades posteriores. Antiguos mitos han ido depositado su huella.
Si los teólogos más importantes de nuestro siglo caracterizan al Evangelio como una “colección de anécdotas” a utilizar con “extremado cuidado”, “no interesadas por la historia”, cabe preguntarse de nuevo, con qué base y seguridad se aferran a la existencia de Jesús. No cabe pues extrañarse de que un estudioso como Bultmann, que al darse por vencido por Karl Barth delató toda su juventud crítica, no quiso seguir hablando de una “personalidad” de Jesús porque no es nada lo que podemos decir de una personalidad de Jesús. Es la confesión de Barth, de la que nos hablan sus tomos: prefería no “seguir participando en la búsqueda del Jesús histórico.”
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